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Texto y fotografías: Maore Ruiz

Es un concepto que está en boca de todos, un concepto que conocemos desde la infancia y que hemos utilizado muchas veces. Sin embargo, la realidad es que se trata de una idea muy general, y que en la actualidad, el contexto en el que se utiliza también ha cambiado. En nuestro día a día realizamos diversos actos en favor de la ecología: comer, beber, reciclar, viajar, etc. Cada cual pone su granito de arena en la medida de sus posibilidades, ya que hemos llegado a automatizar ciertos actos, que ya forman parte de nuestra vida.

La producción ecológica es un sistema general para la gestión de la agricultura y la producción de alimentos, que combina las mejores prácticas en el ámbito del medio ambiente y el clima, un alto nivel de biodiversidad, la conservación de los recursos naturales y normas estrictas sobre el bienestar animal y la producción, que responden a la demanda de productos obtenidos mediante procesos naturales. Así, la producción ecológica cumple una doble función social: por un lado, el consumidor cuenta con un mercado específico que responde a la demanda de productos ecológicos; y por otro, ofrece bienes a la sociedad que ayudan a proteger el medioambiente, al bienestar animal y al desarrollo rural.

Todas esas condiciones están recogidas en la legislación europea, aunque en ciertos territorios se ha optado por desarrollar un sello o certificación propia. Por ejemplo, aquí contamos con la denominación de origen Ekolurra (Consejo de Agricultura y Alimentación Ecológica), que además de cumplir con los criterios generales, certifica el origen del producto.

En particular, los objetivos de la política de producción ecológica están recogidos en los objetivos de la PAC (Política Agraria Común), ya que garantiza una remuneración equitativa a los productores a cambio del cumplimiento de las normas sobre producción ecológica. Además, dado que la demanda de productos ecológicos por parte de los consumidores es cada vez mayor, se dan las condiciones óptimas para desarrollar y ampliar el mercado de dichos productos y, en consecuencia, para aumentar los ingresos de los agricultores que producen en ecológico.

Además, la venta de productos orgánicos al por menor se duplicó en la CE entre 2015 y 2020. Ese rápido crecimiento demuestra el aumento de la demanda por parte del consumidor, y el éxito de las medidas que respaldan dicha demanda. Sin embargo, el desarrollo económico actual, así como la inflación de los alimentos, afectan al poder adquisitivo de los consumidores europeos y puede influir en la demanda de productos orgánicos.

En 2020, el 9,1 % de la superficie agrícola europea se cultivó de manera ecológica, muy lejos aún del objetivo del 25 % planteado para 2030. (En 2012 era del 5,9 %). El 2-2,5 % de los alimentos y bebidas producidas en España son ecológicos; y son 2,2 hectáreas las que se dedican a este tipo de producción. Eso sitúa al estado español el puesto número 4 entre los productores ecológicos.

Como podemos ver, tanto el mercado como la demanda se desarrollan implícitamente dentro del movimiento ecológico y, lógicamente, es el pilar fundamental del aumento de producción.

Nos aseguran que podemos mejorar el sistema a través del consumo, haciéndonos creer que los cambios y la responsabilidad nos corresponden a nosotros. Según dicen, lo que hemos venido comprando hasta ahora no es tan bueno, e incluso puede tener consecuencias o provocar daños en nuestra salud, nuestra tierra y nuestros ecosistemas. Es mejor comprar estos otros productos. Pero lo más importante es darse cuenta de que el cambio de modo de producción de los alimentos no se da por nuestro beneficio o por el del planeta, sino porque detrás de ello existe un negocio potencial. El sistema de consumo en que vivimos tiene una gran capacidad de adaptarse a diferentes situaciones, asumiendo totalmente los movimientos contra-sistema. Se podría decir que el sistema, al igual que un ordenador, se actualiza: y en este momento, lo que interesa es lo ecológico. Las necesidades y las prioridades de la generación actual han cambiado; queremos productos transparentes, lo más sostenibles posible, que sean respetuosos con el medioambiente, etc.

Con el auge de la industrialización en el siglo XIX se impuso la producción convencional (la actual), lo que supuso una nueva forma de vida para los agricultores: menos plagas, mayor producción en terrenos más pequeños, facilidades laborales, etc. Pero, ¿a cambio de qué? El uso intensivo de combustibles fósiles, pérdidas en la pesca, contaminación del agua, problemas de salud derivados del uso de pesticidas, etc. El desarrollo de esta tecnificación nos ha dado capacidad productiva para adaptarnos al aumento de población del último siglo. Ni la comodidad de compra de alimentos ni la cantidad en la que lo hacemos serían posibles bajo ninguna otra base. Eso dicen, igual estamos mal acostumbrados, pero mejor así.

Por otro lado, la producción ecológica sin sello o certificación ha existido siempre, ya que siempre ha habido unos pocos que han mantenido esa forma de trabajar la tierra y de criar a los animales. Para los pequeños productores que han creído siempre en ese sistema, esta moda les resulta beneficiosa, ya que sus productos han ganado valor en el mercado, y los consumidores los consumen con mayor confianza. Pero aún siendo así, para adherirse a ese sello o certificación hay que cumplir una serie de requisitos y, a veces, trae ciertas dificultades. A menudo parece que el auge de lo ecológico no es más que una moda. ¿Dónde está la conciencia? Está claro que la normalización y difusión de cualquier movimiento positivo es algo bueno, ya que así cada vez más personas forman parte del mismo y, en general, aporta beneficios. Sin embargo, está basado únicamente en el movimiento natural de la marea, y lo que realmente hace falta es un consumo sostenible y consciente. De este modo también nosotros limpiamos nuestra conciencia, porque hacemos algo en favor del planeta y de los animales.

A menudo lo que más interesa es poner etiquetas a las cosas, para poder identificarlas con una mirada y evitar reflexiones, con el único objetivo de conseguir la compra directa. Porque se supone que actuamos bajo un concepto totalmente positivo, pero todo lleva siempre algo oculto. Es cierto que no se puede deconstruir cada concepto siendo siempre fieles a nuestras ideas. En esta vida debemos elegir por qué queremos luchar y qué vamos a dejar de lado, pero, como hemos dicho anteriormente, siempre siendo conscientes de lo que hay detrás.

Vamos a analizar un par de ejemplos:

● El caso del aguacate de Málaga es un tema preocupante. A pesar de que la dimensión del estado español es pequeña, hay una gran diferencia entre el norte y el sur. Por ejemplo, en lo que respecta a las precipitaciones, ya que en Málaga no llueve mucho. Ante el aumento de consumo de aguacate de las últimas décadas, decidieron modificar totalmente la base de la agricultura y comenzaron a cultivar de manera masiva frutas tropicales, disminuyendo otro tipo de producciones. Estos nuevos árboles necesitan unas temperaturas muy altas (esta condición sí se cumple), y mucha cantidad de agua (el agua es muy escasa). Para hacernos una idea, en esas tierras un árbol adulto de aguacate necesita 100 l de agua diarios. Eso provoca el agotamiento de los recursos hídricos, la destrucción de ecosistemas de los ríos, y afecta directamente en el consumo de agua de los ciudadanos. Por lo tanto, este aguacate tiene sello, pero ¿es ecológico?

● El mar de plástico de Almería. Ya conocemos su existencia, ya que España es la huerta de Europa. Tal vez lo que no sepamos sea qué está sucediendo en algunas de esas producciones. Allí trabajan muchos migrantes africanos, la mayoría sin papeles y explotados, viviendo en malas condiciones y bajo unas condiciones laborales precarias. También es cierto que dichas condiciones han llegado incluso a producir alguna muerte, ya sea por el calor o por las propias condiciones de vida. Por lo tanto, si han sido recogidas por personas que viven y trabajan en esas condiciones, ¿las fresas que compramos son ecológicas?

Para terminar, poco más. Hay que consumir producto local y de temporada, aunque no lleve ningún sello. Conoce a los productores de tu entorno, acércate al mercado, pregunta y aprende. No tengas miedo, ya que muchas veces encontrarás productos más baratos que en el supermercado. Cuestiónalo todo.